sábado, 22 de febrero de 2014

5. Lágrimas oscuras sobre la loza blanca





5. Lágrimas oscuras sobre la loza blanca


I'm talkin to the shadow one o'clock till four,
And Lord, how slow the moments go and all I do is pour
Black coffee since the blues caught my eye;
I'm hangin' out on Monday my Sunday dreams to dry.

(“El tiempo pasa lento y todo lo que hago es servirme café negro...”)

(“Black Coffee”, del repertorio de Sarah Vaughan)


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El “Hector” (sin acento en el original)
      
   
      Eran las primeras horas de la tarde. Phil Martin estaba sentado en uno de los reservados del “Hector”, un Bar al que le gustaba ir solo (a pensar en los amigos que nunca había tenido y en las mujeres interesantes —morenas, atractivas, y muy, muy ricas— que nunca había conocido).
      Había sólo dos personas en el Bar además de él (que —a pesar de todo— seguía considerándose una).
      Uno, el borracho de siempre —de ése y de todos los bares. Estaba sentado en el extremo de la barra próximo a la puerta de entrada —que era doble, de vaivén, con grandes cristales biselados en los que había grabada una “H”. Hablaba solo —como lo hacía habitualmente— pero hoy no se respondía. (Tal vez la mitad que solía responderle ya estuviera durmiendo la mona.)
      El otro, un vendedor ambulante —de los que van de puerta en puerta ofreciendo sus productos. Había apoyado sobre una silla la valija con las muestras de uno que nadie necesitaba. No hasta que él se presentaba y les hacía notar a ellas —o ellos— que lo que les ofrecía era único e indispensable, que ellas —o ellos— lo habían necesitado siempre, aun sin saberlo, y que sus vidas —las de ellas y ellos— ya no podrían continuar igual sin él. El producto era infaltable, imprescindible, inigualable. ¡Era increíble! Sentado apenas en el borde de la silla —casi sin apoyarse en ella—, erguido, tenso, revolvía nerviosamente un té con limón. La cara, amarga.
   
   
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Beber o no beber
      
   
      El mozo, que se había acercado silenciosamente —sigilosamente— a la mesa de Phil, lo miraba con seria neutralidad. Había vertido, en el recipiente que Phil tenía delante de él, una pequeña cantidad de líquido oscuro —un cuarto de pocillo, aproximadamente, que era lo que se acostumbraba en ese tipo de procedimientos.
      Phil tomó el recipiente por el asa, con cuidado, para no alterar la temperatura del líquido en cuestión, lo agitó suavemente y lo acercó a la luz —que provenía de una tulipa en forma de flor en la pared de su reservado— para apreciar todos los matices (¿debido a Matisse?, se preguntó Phil) del líquido oscuro.
      El líquido se veía límpido, brillante, sin elementos de turbidez. De no haber sido así, Phil lo hubiera devuelto, retirándose del lugar inmediatamente. Por supuesto, Phil jamás hubiera vuelto por allí.
      Giró levemente el recipiente de manera que se produjeran unas pequeñas chorreaduras, denominadas lágrimas, sobre la superficie interna de la loza —que debía ser, siempre, indefectiblemente blanca. (Phil jamás hubiera bebido el líquido en cuestión en un recipiente de color: blanco, sólo blanco, y nada más que blanco —un poco en el tono de esa verdad que había jurado decir atestiguando en algún juicio.) De acuerdo a la separación de las lágrimas que caían, Phil podía determinar la procedencia: cuanto más separadas unas de otras, de más al sur del continente era el producto (de Colombia o de Brasil, por ejemplo, o de Guatemala, Costa Rica, Honduras, Ecuador, Venezuela...). El que le habían dado a probar era —casi con seguridad— de Brasil.
      Phil continuó con la verificación bajo la mirada paciente y respetuosa del mozo —que seguía cada paso del procedimiento como quien mira a un artista en plena labor. Apoyó la base de la nariz sobre el borde del recipiente, y aspiró profundamente. El golpe aromático subió por las fosas nasales y recorrió los rincones más profundos —y más íntimos— de su cerebro. Dio algunas vueltas y luego, con un cosquilleo, se instaló en la parte de atrás de su garganta. Apareció frente a él la imagen de una selva tropical, verde, exuberante; una bandada de papagallos multicolores levantó el vuelo con un bullicio ensordecedor (hasta aquí, podría tratarse de cualquier selva sudamericana); y, con una playa de arena blanca como telón de fondo, empezaron a sonar los acordes de “Garota de Ipanema”. Eso sí lo confirmaba: ¡Brasil!
      Ahora llegaba el momento más importante de la operación —tan esperado y tan temido a la vez. Llevó el recipiente blanco —inmaculado— a los labios, y tomó un sorbo pequeño. Aspiró un poco de aire por la boca para hacerlo burbujear (algo que podía parecer un gesto de mala educación), y dejó que el líquido se abriera camino, lentamente, en el interior de su boca (como buscando su destino, pensó Phil). Entonces las sensaciones se potenciaron al máximo. Phil se concentró en la lengua —donde percibió los sabores básicos—, y luego en el resto de la boca —donde una infinidad de matices sutiles invadió todo su paladar. Aquél era el punto culminante en el que el sabor se volvía uno con el aroma, y el líquido revelaba su más íntimo secreto: el bouquet.
      Phil estaba con el recipiente en la mano —los ojos cerrados, concentrado, absorto. Nada en su aspecto o en sus gestos indicaba aún el veredicto. El semblante del mozo pasó de serio-neutro a serio-preocupado. Con Phil, la cosa era sumamente delicada, y jamás se podía estar seguro. Había echado por tierra el prestigio de más de un local respetable —ése era un riesgo que se corría con él.
      Depositó lentamente —delicadamente— el pocillo sobre el pequeño plato que estaba frente a él (que, seguramente, esperaba tan inquieto como el mozo el resultado de la degustación). Entonces Phil abrió los ojos y los fijó en los del mozo. Una sonrisa imperceptible —que tal vez no lo fuera— se esbozó en su boca cuando finalmente dijo:
      —El café está bueno, Luis. Sírveme uno doble. Negro. Sin crema ni azúcar.
      —Por supuesto, señor Martin, como siempre —contestó el mozo. Debajo de su apariencia serena, algo en él había renacido.
      Llenó la taza de Phil (del señor Martin) con una enorme cafetera metálica —que tenía un mango de madera que le permitía manejarla hábilmente con leves giros de muñeca—, y se retiró tan silenciosamente como se había presentado.
   
   
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Epílogo
      
   
      El vendedor de imprescindibilidades se retiró —apurado— para continuar con su recorrido.
      El borracho cayó desmayado sobre la barra —volcando todo lo que tenía por delante.
      Una mujer morena, atractiva —y con apariencia de ser muy, muy rica—, se sentó en la mesa contigua a la de Phil, dando señales evidentes de querer entablar —al menos— una conversación.
      Pero Phil no registró nada de aquello: tomaba su café (sólo tomaba su café, y nada más).    
   
   
      Douglas Wright


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