martes, 8 de abril de 2014

Del anecdotario personal de Phil Martin - 2





Del anecdotario personal de Phil Martin
   
   
2. Dejando la bebida     
   
     
       El mozo se acerca para tomar el pedido de una pareja sentada a la mesa de un bar.
       —Dos whiskies dobles, con hielo— dice el hombre.
       La mujer mira al mozo y agrega:
       —Lo mismo para mi.
       
       (Elliot Gould y Cybill Shepherd, en la “remake” de “La dama desaparece”)

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      Hubo momentos —muchos, en realidad— en los que Phil se sintió harto de sus fracasos profesionales, en especial cuando —luego de meses sin resolver un solo caso— la solución brillante de alguno le recordaba —por contraste— todos aquellos en los que no había tenido éxito. Una vida pareja de fracasos —sin altibajos— hubiera sido más tolerable, pero los éxitos ocasionales lo arruinaban todo —le mostraban lo que era capaz de hacer y no hacía, le ponían de manifiesto una capacidad brillante, que no podía ejercer con regularidad. (Lo único que le quedaba —al parecer— era una capacidad regular, que ejercía brillantemente.)
      Lo mismo le ocurría en su vida personal: los encuentros esporádicos con Glenda (“espóricos”, pensaba Phil) hacían que el tiempo entre un encuentro y otro resultase aburrido, monótono, gris.
      Su desengaño alcanzó el punto culminante al enterarse —por casualidad, como ocurre con los descubrimientos importantes— que Gatúbela —aquella de Michelle Pfeiffer— era sólo un personaje de ficción.
      Eso fue lo que colmó el vaso (que en su caso era —casi siempre— de whisky). Su capacidad para sobreponerse a los cachetazos que le daba la vida (con el frente y el dorso de su mano todopoderosa —que le había dejado los cinco dedos marcados en las mejillas del alma) había llegado al límite final. El patético clown de la gabardina se retiraba de la pista del circo en medio de la carcajada grotesca de un público insensible. A diferencia de ellos, él sí tenía un alma. (¡Snif!)
      Tomó la botella de whisky del cajón del archivero, cerró la oficina y salió.
      Se encontró manejando su Backhard por una carretera que —como una cinta gris— se abría paso en línea recta entre las colinas que rodeaban L.A. Más allá: el desierto.
      El contenido de la botella de whisky había bajado considerablemente. Phil bebía mientras manejaba —una mano en la botella y la otra en el volante. (Era algo que jamás hacía; no por respeto a las normas de tránsito o por temor a las multas de la policía, y tampoco por la posibilidad de perder su registro de conductor —que en su caso equivalía a perder su trabajo— sino, sencillamente, porque le gustaba saborear la bebida en paz —en la penumbra de un reservado del “Hector”, por ejemplo, ignorando a los borrachos de turno y a las morenas atractivas y muy, muy ricas.)
      Los carteles del camino indicaban que iba rumbo a Las Vegas. Tenía combustible suficiente: el tanque de nafta y la botella de whisky estaban por la mitad (la mitad llenos, le hubiera gustado pensar, pero —en realidad— pensaba que estaban la mitad vacíos —como su vida). Llegaría antes del anochecer.
      Una idea había ido creciendo en su mente inflamada por el alcohol y la desesperación: beber hasta morir. (Un plan digno de los pintores Impresionistas, pensaba.)
      Entró a Las Vegas por la avenida principal —que, por un error tipográfico en la confección de los carteles, se llamaba “Avenida de Las Vagas”. Era —en realidad— un bulevar —una de esas avenidas anchas con una plazoleta en el medio. Las luces se empezaban a encender y brillaban débilmente contra el cielo rojizo del atardecer (parecía una representación de su propio ocaso, pensaba Phil).
      Las prostitutas de vestidos multicolores circulaban por la plazoleta del bulevar —parecían flores en movimiento que se abrían al llegar la noche (y se abrirían aún más si se las regaba con dinero). Pero Phil tenía un solo propósito, beber hasta morir, y nada lo apartaría de él: ni las luces brillantes de la ciudad —que se ofrecía a sí misma como una prostituta del bulevar—, ni las casas de juego —donde dejaban sus sueldos, incluidas las horas extra, grises empleaduchos de tiendas de provincia—, ni siquiera Sinatra —cantando en vivo en el “Sands”, y haciendo bromas de borracho con sus amigos mientras se emborrachaba en broma. Nada —absolutamente nada— debía distraerlo de su misión: beber mucho y morir mucho.
      Y nada lo distrajo —hasta que llegó al segundo semáforo. El reflejo de un vestido de seda le iluminó de rojo un lado de la cara, de la gabardina, y de la cupé marrón. La seda roja —brillante y ajustada— contenía —como la cinta de un paquete de regalo, con moño y todo— a una rubia angelical: una prostituta. Tenía un aire lejano a la Pfeiffer sobre el piano, y a Glenda en medio del verdor del parque —pero ellas estaban lejos del aire caliente de la noche de Las Vegas, que aquél vestido rojo hacía más caliente aún.
      Todo pasó rápidamente, como en un sueño o una borrachera. Antes de que el semáforo cambiara a verde, Phil había invitado al ángel rojo a subir al auto marrón.
      Él le entregó todo su dinero a cambio de dos semanas de tórrida lujuria. Ella aceptó —que era lo que hacía siempre. Él —sin dinero para comprar alcohol— dejó la bebida. Ella se enamoró perdidamente de él (como sólo puede hacerlo una perdida). Él solamente quería su cuerpo —sin el vestido rojo. Ella, por despecho, se dedicó a la bebida con el dinero de él —cuya finalidad parecía ser inevitablemente esa: la bebida (de ella o de él). (“El dinero, en grandes cantidades, tiene su propia determinación”, había dicho alguien —en una película, seguramente). (“No se puede torcer su voluntad”, decía Phil —como si estuviera en una película). (“Blugby gobl slaghf”, decía el ángel —que tenía una borrachera de película.)
      Murió sola, en un hotelucho sucio, enfundada en su vestido rojo desteñido por las chorreaduras del alcohol.
      Phil consideró la posibilidad de quedarse en Las Vegas y vivir de las mujeres del bulevar —parecía tener cierto atractivo para ellas, aún estando sobrio. Luego pensó que seguramente fracasaría —como le ocurría con todo lo que emprendía afanosamente. Entonces decidió regresar a L.A.: había fracasado en huir de sus fracasos y sería un éxito regresar a ellos.
   
   
      Douglas Wright


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